Crónica: Tutorial para ser una lesbiana visible

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A través de una anécdota personal, el tutorial reflexiona sobre la visibilidad lésbica en un entorno que suele mostrarse hostil con quien se atreve a ser diferente en público. Se plantean una serie de preguntas en torno a la construcción de la identidad a partir del shock, pero también a partir de la resiliencia.

Cuando tenía 16 años, estando en la prepa y con una madre que ya me había sacado del clóset (pero que prefería no hablar de mi orientación bajo ninguna circunstancia), me encontraba en el camino de regreso a mi casa. Como iba a aventarme prácticamente toda la línea del metrobús, decidí que mi acompañante iba a ser el libro en el que se inspira esta columna: «El manual de la buena lesbiana» de Ana Francis Mor.

Ahí estaba yo, en mi uniforme de prepa y arremolinada como podía entre la gente que llena la hora pico de cualquier transporte público, justo en la división del vagón mixto del vagón de mujeres. Ya había recorrido más de la mitad del camino, inmersa en mi lectura, tratando de comprender esa parte de mí (que siempre había estado ahí, pero que no había tenido tiempo de nombrar).

En eso estaba, sintiendo que descubría el hilo negro lencho, cuando empiezo a escuchar algunos murmullos y a sentir unas miradas que insistían en descifrar el título del libro en mis manos. Eran un par de hombres que, cuando lograron ver la palabra «lesbiana», dijeron cosas como «a esa gente hay que arreglarla a madrazos», y «luego porqué las matan, si ahí andan exhibiéndose».

No es que en esa época yo fuera envuelta en una bandera arcoíris cual Juana Escutia (y en todo caso, si lo hiciera, no debería haber importado), pero el drama familiar ya me había cansado y pensaba que el exterior era un espacio donde podía ser yo. Lástima que hay cosas que se «aprenden» a la mala. Traté de ignorarlos, faltaban pocas estaciones para llegar. Mi sorpresa fue que, al bajar del autobús, esos hombres bajaron en la misma estación. Aquí es cuando el sentido de alerta se activa y sólo se puede pensar en pelear o huir. Obviamente, decidí huir.

Desafortunadamente, salieron detrás mío y comenzó la persecución. Primero caminando, después a paso de marchista y al final, de plano, corriendo. La velocidad nunca ha sido mi fuerte, así que alcanzaron a pescarme de la mochila y tirarme al piso. Muchas personas no lo saben pero, la educación básica en las periferias, incluye materias no oficiales como «supervivencia en apañamientos callejeros», así que decidí aplicar lo aprendido y hacerme bolita, proteger mi cabeza con mis brazos (aquí apliqué la de «en la cara no, que soy actriz») y esperar a que pasara.

Ese día pensé que a lo mejor si era cierta esa teoría de que, cuando estás cerca de la muerte, ves tu vida pasar frente a tus ojos. Mientras una parte de mí escuchaba los típicos insultos de «marimacha» y «tortillera», la otra empezó a reflexionar sobre lo que pasaría después de esto. Miraba a las personas que no decían, ni hacían nada, pero que quizás pensaban que algo hice para merecer esto, me miraba tratando de explicar a mamá que yo no había hecho nada más que leer un libro, me miraba yendo a denunciar, siendo revictimizada y descartada como muchas otras carpetas de investigación pero, sobre todo, me miraba teniendo que ocultar esto que era.

Una vez terminada la golpiza, me desprendí de mi cuerpo (algo así como tener un viaje astral pero bien despierta y bien adolorida). Revisé que no se hubieran llevado mis cosas, y no, mi mochila permaneció intacta, las razones del ataque estaban claras. Me metí al baño de un supermercado para limpiar los rasguños. No sentí que me hubiera fracturado algo más allá de lo que se rompió dentro de mí. Mientras trataba de disimular los golpes, pensaba en las excusas que daría en casa.

Al final, en tanto que estudiaba en una preparatoria de artes, me fui por lo obvio y dije «pues mira, mamá, ahí tenías que yo andaba en clase de danza, y como tu hija tiene dos pies izquierdos, que va y se cae». Nunca supe si mi mamá creyó eso, si supuso algo con su ultra instinto de madre, o si de plano pensó que me había peleado en la escuela.

Lo que sí supe en mi caso fue que, después de haber superado el shock de la golpiza y de la indiferencia de la gente (este último más doloroso que el primero), eso no me iba a detener. Quien soy es algo mucho más fuerte que un par de fulanos que golpean porque saben que pueden. Quien soy es algo mucho más significativo que las palabras que me gritaron para insultarme. Quien soy es algo mucho más profundo que un episodio de violencia. Quien soy no fue gracias a este ataque, fue a pesar de él.

Muchas personas que han escuchado esta historia preguntan «¿Y por qué tener que andarle diciendo al mundo que eres lesbiana?». Yo, prefiero devolver la pregunta: «¿Y por qué no?».

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